Todos tenemos una historia sobre cómo empezamos a practicar artes marciales. En mi caso, fue a partir de una crisis personal que llegó de forma abrupta: cuando a mi vieja le diagnosticaron cáncer de páncreas. Life can change in a minute, dice el adagio. Ese fue un punto de quiebre —de esos que uno no busca y que sacuden todo lo que damos por sentado. Detrás de la angustia apareció una necesidad de exploración, de encontrar nuevos cimientos.
Desde muy joven siempre me habían intrigado las
películas orientales de artes marciales: esa mezcla de misticismo, disciplina y
poesía en movimiento. Así que, sin saber si esto era para mí o no, empecé a
averiguar. No fue una búsqueda muy elaborada: básicamente se trataba de elegir
entre artes marciales japonesas o chinas. Como muchos que crecimos en los
noventa, el peso cultural de Japón era fuerte —anime, videojuegos, películas—
así que lo más lógico parecía ir a Kumazawa. Pero había un lugar más cerca,
sobre Blanco Encalada al 2100, al lado de un súper chino y una escuela de
danza. Tenía una puerta de chapa con el símbolo del yin y el yang pintado: el Taijitu (太极图).
Un día, volviendo del trabajo, me animé a tocar
el timbre. Detrás de esa puerta había una escalera larga como un pensamiento
inconcluso, y arriba me esperaba Sifu Aníbal Tanus. Me dio un folleto con los
horarios, me explicó qué ropa se usaba y me invitó a una clase de muestra. Nada
épico, bastante anticlimático. Pero así empiezan a veces los caminos que
después marcan la vida.
Era 2016, estaba por cumplir 38 años y empezaba a
caminar un sendero que no sabía que necesitaba: el de las artes marciales. Con
el tiempo aprendí a decir que practico Kung Fu, porque cada vez que digo “Choy
Li Fat”, la gente me mira como me mira mi perro cuando le hablo del
escepticismo epistemológico del criticismo kantiano.
Y esta reseña es sobre un libro que escribió una
de las personas que me inició en ese camino. La otra, claro, es mi vieja.
Lo que pasa es que del libro puedo decir poco que
no hayan dicho mejor en sus prólogos Sigung Horacio Di Renzo o Saseong Mario
Troiano.
Antiguos Maestros de Kung Fu no fue un libro lleno de sorpresas —varios de los
relatos nos los fue contando Sifu en clase, en cuotas, como se cuentan las
buenas historias— pero sí cargado de un valor que no imaginaba hasta tenerlo en
las manos.
Para entender por qué digo esto, hay que entender
qué son estas historias, que lugar ocupan en la historiografía, y que valor
tienen para el practicante.
Aunque hoy estén escritas, la fuente de casi
todas ellas es la vía oral. Fuente cuestionada por la historiografía desde el
siglo XIX —pienso en Hayden White o en Ricoeur—, sin embargo, otros remarcan
que las historias narradas no solo cuentan el pasado: le dan sentido. Lo
organizan. Las historias tensionan todo el tiempo entre lo factual y lo
simbólico, entre lo verificable y lo construido.
Y en las artes marciales, las historias no buscan
cerrar un hecho con evidencia irrefutable. Tienen otro rol. Son una forma de
transmitir identidad. De construir linajes. De inspirar respeto. De enseñarnos
valores: la disciplina, la humildad, la constancia.
Los grandes maestros son narrados como figuras
épicas, cómo Ku Yu Cheung con hazañas casi míticas, técnicas secretas,
enseñanzas que van más allá del combate. Como santos. Como héroes de una
tradición oral que se niega a desaparecer.
Y como ya dije, estas historias no solo preservan
hechos: preservan una forma de ver el mundo. Son microcápsulas culturales donde
se guarda una ética, una filosofía, una sensibilidad. Muestran cómo deberíamos
actuar, qué vale la pena conservar y a quién se le debe memoria.
En su último viaje, mi vieja me trajo una caja de
tés de China. Los guardé un tiempo, probé algunos. No era el tipo de té que
consumo habitualmente y en clase Sifu siempre preparaba té mientras hacíamos
elongación. Así que un día, en un acto que más de uno cuestiona cuando lo
cuento, decidí regalarle la caja. Una de las últimas cosas materiales que me
dejó mi vieja.
Entre estos había uno de jazmín y, unas semanas
después, Sifu nos sentó a todos mientras nos ofrecía ese té. Ya sentados, nos
contó la leyenda de una joven campesina a quien todos en la aldea llamaban
Xiaohua. Quienes quieran pueden buscar la leyenda; lo importante para mí es
que, al escucharla, no pude dejar de pensar que a mi madre le habría encantado
esa historia. A ella le encantaban los cuentos, y me transmitió ese amor desde
muy chico.
Cuando termina esta anécdota, quienes
cuestionaban el acto de desprendimiento entienden que, al final, ese gesto no
se había perdido. Se había transformado en otra cosa: más profunda, más humana.
Para mí, esta no es una simple anécdota, es una
historia muy personal que me informa qué lugar ocupa el Kung Fu en mi vida. Y me
recuerda, como alguna vez me dijo mi madre, que nunca se pierde aquello que se otorga
incondicionalmente.
Y como ya escribí alguna vez (“Había una vez”): mi vida está llena de
pequeñas historias. Algunas mías desde el comienzo, otras legadas. Algunas
compartidas, otras que guardo celosamente. Algunas son para toda la vida, otras
destinadas al olvido. Algunas son infinitas, otras truncadas. Y ahora, después
de casi diez años de práctica, tengo también historias de Kung Fu para
enriquecer el tapiz donde busco sentido en el caos cotidiano.
Las historias de los maestros, infinitamente más
grandes que la mía, son el modo en que el Kung Fu se cuenta a sí mismo quién
es, de dónde viene y qué quiere preservar. Son una memoria viva.
En tiempos de globalización, donde el Kung Fu se
ha convertido en deporte, espectáculo o fitness, estas historias mantienen vivo
su núcleo cultural y filosófico original. Actúan como una forma de resistencia
frente a la banalización y comercialización.
Preservarlas es, también, buen Kung Fu.